Llevo unos días con una sensación incómoda que me viene molestando y que no sabía precisar hasta ayer. Como sabrán los lectores de este espacio, soy (o solía ser) un tipo curioso que se pregunta por todo y que suele leer bastante sobre cualquiera que sea el tema, no por ser un experto en todo (que no lo voy a ser), sino por la convicción particular de que hay que estar informado sobre los tiempos en los que le toca vivir a uno.
No obstante, estar informado no significa seguir cada pieza de información que uno encuentra en las redes sociales o la wikipedia. Vivimos en la época de los destellos de información continuos, así que para no dejarnos llevar por la marea de información (y probablemente ser manipulados) hay que hacer un esfuerzo de seguimiento de la información.
Pero hasta esto es complejo, porque incluso las cusas que considero más nobles e importantes han aprendido que sin SEO, sin sensacionalismos eficientes, sin trucos de marketing, desaparecen sin que nadie les haga ningún caso.
Como conjunto, opino que somos una especie miserable. Por lo que hacemos, y por el seguimiento que le damos a lo que hacemos. No me hace falta más que señalar el escaso valor que tiene la vida para todos nosotros: podemos tener esclavos fabricando nuestra ropa y nuestra tecnología, y no nos importa, podemos cambiar la ecología del planeta y no nos importa, podemos despertar guerras por nuestros intereses económicos, y nos da igual.
Hasta hace unos años yo pensaba que el factor que hacía que el ser humano sobrellevara esto era la lejanía y la abstracción. Es decir, todos conocemos el drama del coltán, o la guerra de Siria, o el horror del dengue y otras enfermedades, pero ocurren lo bastante lejos como para que no nos afecten en nuestro día a día, y con esto nuestro cerebro de trabajadores o ricos lo ignora, y como mucho dona unos euros al año.
No obstante puedo precisar el periodo exacto en el que sentí que en realidad todo esto es un chiste (y es malo, ojo), y que la vida humana en general, incluyendo la de los occidentales, no tiene ningún valor. Fue en los días posteriores al 17 de julio de 2014, que fue el día en el que el vuelo 17 de Malaysia Airlines fue interceptado por un proyectil explosivo que lo incapacitó su capacidad de vuelo y dio con toda su masa descontrolada en el suelo, provocando la muerte de todos sus 298 ocupantes, además de dos perros y nueve aves que iban en el departamento de carga.
Yo tenía el pensamiento de que este impresionante atentado tendría consecuencias. Sé que 298 muertos no son nada para los países del tercer mundo, pero estamos hablando de personas occidentales asesinados en territorio occidental en pleno siglo XXI. ¿Quieren saber las consecuencias?
1. Todos los vuelos que pasaban sobre Ucrania fueron desviados.
2. El número de esta ruta pasó del 17 al 19.
3. Las acciones de la compañía aérea bajaron un 16%.
4. Las tarjetas de créditos fueron robadas de los cadáveres. Se aconsejó a los familiares cancelarlas.
Y básicamente ya está. Claro que hubo investigaciones, pero sus conclusiones no han tenido ninguna trascedencia, así que ni las voy a mencionar (que las busque quien esté interesado en el caso). Yo he seguido este acontecimiento porque para mí fue muy impresionante, pero sé que para el occidental medio tiene menos impacto que el estreno de una película de Marvel, que ahora es Disney, y que se funde con la infinidad de destellos de información sobre cualquier cosa.
En ese avión murió gente de Alemania, Australia, Bélgica, Reino Unido, Canadá, Filipinas, Indonesia, Malasia, Países bajos (mayoritariamente) y Nueva Zelanda. No murieron porque hubiera un desafortunado incidente imprevisto, murieron porque alguien disparó un misil fabricado para destruir aviones, y ese acto no ha tenido ninguna consecuencia, ni se ha desprendido responsabilidad alguna.
Todas esas personas muertas tienen familiares que no solo saben que sus seres queridos fueron asesinados, sino que no les importan a nadie. ¿Cómo se tienen que sentir al saber que su sufrimiento no tiene ningún valor? La verdad es que me hago esta pregunta con cierta frecuencia.
Sé que su vida no tiene ningún valor, y sé que la mía tampoco la tiene. Puedo aceptar que yo no soy nada porque desde niño siempre he sentido que no tenía valor, pero no creo que esto debiera ser así para todo el mundo. Incluso desde la hipocresía de que la vida tuviera valor únicamente para los países del primer mundo, sería algo positivo con cierta esperanza en el que algún día esta costumbre se exportara a todas las partes del planeta. Pero desde luego, tal y como yo lo veo, la especie se extinguirá sin que algo así ocurra ni en el primer mundo, y es algo que a mí me deja en algún lugar entre la depresión, el nihilismo, el cinismo y la dejadez.
No proteger a los ciudadanos del tercer mundo de nuestra avaricia es asqueroso, pero no investigar hasta las últimas consecuencias el derribo intencionado de un avión en el que podríamos haber ido cualquiera es débil, es hasta suicida. Para mí es un claro síntoma de una sociedad enferma, muy debilitada por la alienación laboral, y manipulada hasta la saciedad por el exceso de información para convertirnos en lo que somos:
consumidores dóciles.
Así que tras esta prolongada introducción llego a mi conclusión personal: a mí el coronavirus me ha pillado con la guardia baja. Pero no porque no tome las medidas personales oportunas, o porque no cuente con los medios necesarios, sino porque emocionalmente no me importa. Simplemente me parece un paripé, un paso cualquiera entre otras dos películas. Con el tiempo, una anécdota.
El coronavirus matará europeos, como el misil que derribó el vuelo 17, y matará gente de todo el mundo, pero no tanta como la malaria en el mismo periodo. Si tiene alguna trascendencia no será tanto por los muertos como por la posterior crisis económica que se desencadene.
Desde mi punto de vista, lo que convierte al coronavirus en excepcional con respecto a otros eventos tristes y excepcionales es la prevalencia ante nuestros sentidos. Es decir, que tiene el poder de permanecer dentro de la marea de destellos de información que nos doblegan, simplemente porque genera una ingente cantidad de noticias continuas y porque ha detenido el flujo normal del capitalismo. El gran triunfo de ese pequeño organismo se adentra en los miserables terrenos del marketing y la publicidad, y deja en ridículo los esfuerzos de cualquier empresa, partido político o gobierno por lograr la atención.
Esta fue mi conclusión cuando ayer fui del todo consciente de la naturaleza de mi incomodidad. Me da igual el coronavirus, la crisis y la cuarentena porque he interiorizado absolutamente la irrelevancia de mi persona y de todas las acciones que realice. Sé que no tiene ninguna importancia lo que yo piense, así que no me importa ni a mí.
Un amigo mío que falleció de ELA en 2018 solía decirme que en el medievo estábamos ciegos por que el ser humano estaba en la oscuridad, pero que en pleno siglo XXI estábamos igual de ciegos por un exceso de iluminación. Creo que entendía bien el concepto, pero que también se dejó cegar por el exceso de destellos y no llegó a pillar del todo el chiste.
Y ni siquiera es gracioso.
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