Ya he tenido la ocasión de escribir sobre cómo mi madre pasó sus últimos días, concretamente desde que tuvo la certeza absoluta de que ya no había esperanza para ella, pero evidentemente esto solo fue una pequeña parte de su enfermedad de la que fue consciente un año y pico antes.
La verdad es que para mí es doloroso pensar en esta época porque de haber sido más listo quizá podría haberle salvado la vida. Por aquel entonces ella estaba pendiente por una cirugía de cáncer de mama, que no es lo que la mató, y me refirió que estaba cansada y que tenía sangre en las heces. Yo me agaché hasta su mierda y la observé con cuidado, y la verdad es que la vi insana, pero no tenía la experiencia en mierda que tengo ahora. De verdad, que ojalá le hubiera dado más importancia a su cansancio, pero claro… ¡tenía cáncer de mama!
No se piensen los lectores que fuimos negligentes, puesto que introdujimos a mi madre en el razonable proceso médico inmediatamente, y así llegó la primera prueba positiva mientras estábamos en el postoperatorio del primer cáncer. Ahí estaba su amiga Helena, quien como ella es médico, pero con más experiencia, y que ya puso una cara que no me gustó nada. Y claro, de ahí vino una colonoscopia cuando todavía estaba convaleciente.
Para el que no lo sepa, una colonoscopia es una prueba normalmente inocua pero lo bastante compleja y seria como para que la efectúe un médico, así que te marchas con un diagnóstico que empañó en lágrimas los ojos de mi madre, algo que, como se verá en el siguiente artículo, yo nunca he llevado bien. Aguanté el tipo como pude, la consolé con torpeza, y esperamos a las siguientes pruebas.
Sus cirujanos ya tenían lista una rapidísima cirugía para extraer la zona afectada, pero esta no se pudo realizar porque un TAC desveló que el hígado estaba afectado: metástasis múltiples y diseminadas en ambos lóbulos. Y ahí su doctor, un hombre robusto llamado Jorge que según todo el mundo era tremendamente atractivo, expresó una gran frustración porque ya había tratado con ella por el cáncer anterior, y como he mencionado, mi madre era una persona que se hacía querer.
-He hecho llegar una carta manuscrita al servicio de oncología de “La Paz” -nos dijo-. Os vais ahí hoy inmediatamente. No la semana que viene, no mañana, ¡sino hoy! Ale, vete a que te envenenen.
Me gustó mucho la autoridad y la vehemencia del doctor Jorge. Cuando las cosas se expresan tan claras queda poco lugar a la duda, así que obramos exactamente como nos dijo en una jornada que tuvo muchos viajes y que exigió gran atención.
En oncología nos atendió una doctora de nombre Nuria que durante todo su tratamiento fue extremadamente optimista y siempre nos trasladó una visión de esperanza que en realidad no se cumplió, pero a fin de cuentas ella es médico y no tiene poderes sobrenaturales, cosa que ya querría, así que yo no le guardo en absoluto rencor.
Uno de los momentos más chocantes se produjo cuando me dijo que tenía que ir al otro hospital, recoger la biopsia de la colonoscopia y entregarla en “La Paz”. Yo me sentí extrañado porque era una acción de gran responsabilidad. Le pregunté si no había un servicio más estandarizado para una acción tan importante, y ella me dijo que podían llamar a un mensajero, que si lo prefería. Bueno, obviamente me fiaba más de mí mismo, así que realicé la tarea con un cuidado extremo. Normalmente soy cuidadoso en todo, pero en este caso previne todas las circunstancias hostiles. ¡Ay del que pusiera en peligro las células que podían diagnosticar a mi madre! Esta experiencia me chocó tanto que aún guardo el certificado de entrega que exigí, por mis cojones.
No quiero detallar cada uno de los innumerables procesos médicos que vivimos, pero sí el agotador coste emotivo que tuvieron para mi madre, no solo por las consecuencias físicas, sino porque todo el rato son un sinvivir. ¿Entonces me muero ya o no me muero ya? ¿Esta puta mierda me va a doler así todo el rato? ¿Cuánto rato tengo que estar en esta sala de espera para que me digan si estoy hecha una mierda, que es como me siento?
En cualquier caso no tengo muchas quejas sobre el sistema de salud que mi madre amaba solo menos que a sus hijos y a sus hermanos, hasta el punto de que me hizo prometer tres veces que, pasara lo que pasara, no denunciaría a la seguridad social.
La única queja que ella tenía y que pienso llevar a atención al paciente, es que todos los días nos encontrábamos personas fumando en la puerta del hospital, en las zonas de acceso, y no solo viandantes sino también personal hospitalario. Llevó varias veces este asunto a seguridad -dado que está explícitamente prohibido- sin que la hicieran
ni puto caso. Es una batalla que ella no libró porque estaba débil, pero con la que me voy a poner extremadamente pesado, especialmente si tenemos en cuenta que mi madre desarrolló metástasis pulmonares.
Volviendo al asunto principal, me convertí involuntariamente en el asistente de mi madre en las tareas que necesitara. He escuchado que a esto le llaman “el rol del cuidador”, pero la verdad es que yo no creo que yo haya vivido exactamente eso. Si existiera “el rol del mal cuidador” quizá, porque yo no era particularmente proactivo sino que afrontaba los abundantes deberes según iban surgiendo.
Lo más frecuente fueron los viajes para ir a las sesiones de quimioterapia. Aunque evidentemente eran muy costosas para mi madre, yo me esforzaba en llevar temas de conversación divertidos que la distrajeran. Por ejemplo, era muy habitual que pusiera música de “El reno renardo” en el coche, el cual despertaba hilaridad en ambos. Ahora creo que si lo escucho se me van a salir las lágrimas.
También hablábamos de la vida, en general, de cómo habíamos vivido, de lo que nos gustaba, de lo que habíamos hecho juntos, de las personas que habíamos conocido, y por supuesto de su enfermedad y de cómo quería acabar su vida. Hablamos muchísimo, pero en realidad no mucho más de lo que ya habíamos hablado en muchas otras circunstancias, así que puedo decir que durante esa época cerramos todo lo que tuviéramos pendiente entre ella y yo, y por eso luego en sus últimos tiempos que ya he descrito no tuvimos que decirnos gran cosa adicional.
Otro de los aspectos desagradables de la enfermedad son las visitas a urgencias. Los pacientes de cáncer ya tienen una salud menguante, pero encima muchas quimioterapias debilitan el sistema inmune, así que cualquier catarro o gripe puede derivar en algo más grave como una neumonía, y hay que estar yendo a urgencias por cualquier caso, ¡y no sirve cualquier urgencias!, deben ser las del hospital en el que la tratan los oncólogos. Esto significa, en mi caso, recorrer 35 km y pasar de largo un hospital, para lo que hace falta cierta sangre fría.
El caso que más recuerdo ocurrió una noche en la que llevaba tres horas dormido. Mi madre me llamó a gritos, y pude comprobar con horror que apenas se tenía consciente durante unos segundos. Esto fue un despropósito porque insistía en vestirse decentemente (porque mi madre era una persona muy ordenada). Cuando logré subirla en el coche salí como una centella. Llamé al 112 y puse el “manos libres”. La conversación fue surrealista, y la reproduzco con bastante fidelidad porque se me quedó grabada.
-Urgencias, en qué puedo ayudarle.
-Al aparato V***** ******, transporto al hospital de “La paz” a la paciente Paloma Frías, mi madre, con DNI *********, paciente oncológica. Presenta desvanecimientos constantes con pérdida de conciencia parcial, fiebre de 38 grados, pulsaciones fuertes y rítmicas de cien por minuto. Solicito que informen al hospital de su llegada e instrucciones adicionales.
-¿Dónde está?
-¿Que dónde estoy? ¿Qué relevancia tiene eso?
-Sí, para mandarle una ambulancia.
-Voy a llegar mucho antes que cualquier ambulancia, estoy bastante lejos de su radio de acción eficiente, ruego que informen al hospital de su llegada y me facilite instrucciones adicionales, simplemente.
-Dígame donde está porque si no no puedo hacer nada.
-Bueno, en este preciso instante estoy en la carretera M-***, kilómetro *, pero a la velocidad a la que me estoy desplazando necesitará que le actualice esa información cada minuto.
-Muy bien, no cuelgue.
En eso que mi madre, que estaba consciente, intervino.
-Hijo, no te saltes ese semáforo, que tiene cámara.
-No, madre, no te preocupes que está verde.
Volvió a intervenir el señor de emergencias.
-El hospital más próximo es el “Infanta Sofía”.
Tengo que decir que en estos momentos yo estaba excediendo el límite de velocidad por mucho.
-Ya, debido a que no soy subnormal del todo sé cuál es el hospital más cercano, pero sus oncólogos fueron muy explícitos en tanto que solo debía acudir a urgencia de “La Paz” donde conocen su historial, de manera que pueden ejecutar los procesos con mayor velocidad y precisión, evitando, entre otras cosas, complicaciones por medicaciones incompatibles con su quimioterapia.
-Bueno, pues llévela al “Infanta Sofía” y un médico determinará si debe ser trasladada a “La Paz”.
En esto que entraba yo en una rotonda con el warning puesto y dándole al claxon como si llevara a mi madre moribunda detrás.
-Vale, gracias. ¿Podría hacerme el favor de llamar a urgencias de “La Paz” y avisar de que llevo a la paciente citada para que se agilice su entrada?
-No.
-¿No?
-No, no tengo la capacidad de hablar con urgencias de “La Paz”.
-Vaya por dios, ojalá hubieran inventado un aparato para hablar a distancia. ¿Podría al menos darme instrucciones adicionales?
-¿Instrucciones adicionales?
-Sí, ya sabe, si debería ir incorporada o tumbada, si debería ponerle un trapo en la frente o meterle un dedo por el culo.
-No, no tengo ni idea, no soy médico…
-Y no puede contactar con ninguno, ya veo por donde va esto.
-¿Puedo ayudarle en algo más?
-Está visto que no. Muchas gracias.
Y colgó. Mi madre parecía algo recuperada.
-Este tío no debe tener madre, deben haberlo fabricado en una probeta -dije yo.
-Él sí que tiene el dedo metido en el culo -aportó ella-. Hijo, ¿no crees que estás conduciendo un poco deprisa?
-Claro que sí, madre, esto es una urgencia, alguna ventaja tenía que tener.
Ni que decir tiene que nunca volví a llamar al 112. En mi experiencia tienen un servicio muy práctico en el sentido de que estará siempre descongestionado, ¿quién coño llamará dos veces?
Retomando el tema, mi madre recibió distintos tipos de quimioterapia que tuvieron unos efectos secundarios espantosos, porque tal y como había dicho su apuesto doctor, eso era un veneno. El peor de los síntomas era un asqueroso cansancio que la acompañó mientras vivió, ¡pero eso no le impidió caminar unas distancias ingentes con las que dejaba atrás a personas sanas! Hubo un día que se puso a llorar porque solo había podido caminar cinco kilómetros. Yo le dije que tendría días mejores, que estaba en uno especialmente malo, y así fue. Incluso hubo un par de días que pudo salir al gimnasio conmigo, y fue un espejismo de algo muy bonito que en realidad nunca llegó.
En lo que sí se esforzó como siempre fue en tener su casa completamente limpia y ordenada, porque mi madre odiaba el caos y el desorden, y se encargó de todo lo que pudo hasta un mes antes de su muerte, e incluso entonces, con gran cansancio, hacía lo que podía.
Ya lo he mencionado, pero mi madre era una deportista muy constante. Vamos, no era una atleta en absoluto ni estaba cerca de batir el record de nada, pero hacía pesas y aeróbicos todos los días de su vida, y no dejó de ejercitarse ni enferma, hasta el punto que señala la siguiente anécdota. Tengo que decir que se produjo en julio de este año, es decir, cuatro meses antes de su muerte, y después de haber recibido mucha quimioterapia y con un isótopo radiactivo en el hígado. Vamos, según sus propias palabras, hecha una mierda.
El caso es que había ido a la piscina del pueblo, la cual también quería como a un gran placer de su vida, y había intentado nadar. Había vuelto llorando porque solo había conseguido hacerse diez largos antes de caer agotada. Son largos cortos, de 25 metros, o sea, un total de 250 metros sin parar, esto último lo sé porque mi madre era mi madre.
-No te preocupes, madre -le dije-, es normal para un deportista que vuelve al deporte tras un tiempo sin entrenar que no haga su mejor marca, y es evidente que estás enferma, pero ya verás que si lo intentas mañana o pasado mañana igual te salen once, y en eso consiste la vida del deportista, ¿no crees?
El caso es que al día siguiente volvió a la piscina. No la vi tan triste, y le pregunté cuantos largos había hecho.
-Una mierda, hijo. Veinte.
-Joder, el doble que ayer.
-Sí, pero estoy en las últimas.
Y resulta que al tercer día se hizo ochenta largos. Para el que no le apetezca multiplicar, eso son dos kilómetros nadando, que no está nada mal para una mujer de 65 años en tratamiento por un cáncer que la mató cuatro meses después.
Esto puede hacer pensar al lector que “mi madre era una luchadora de la hostia”. Al que lo piense, quiero decirle que se abstenga de usar esa terminología porque mi madre la odiaba: decir que alguien lucha contra el cáncer culpa al que no lo consigue de su fracaso, y eso es algo que ella no toleraba, y regañaba con intensa vehemencia al insensato que intentara elogiarla de esta forma.
Yo evidentemente respeté su voluntad, e incluso la comparto, pero tengo que decir que su actitud no fue para nada positiva. O sea, para mí está clarísimo que mi madre era una persona excepcional con un carácter duro como el de nadie que haya conocido, pero con respecto a su enfermedad siempre fue muy pesimista.
Por otra parte acertó en absolutamente todo, así que, ¿qué decir?
Como ya diré en el último artículo sobre su vida, mi madre no era para nada perfecta, ni pretendo que se le perdonen sus errores por el simple hecho de haberse muerto. Por ejemplo, no tenía ningún empacho en aprovecharse de su enfermedad, como una ocasión en la que estábamos en la pescadería del carrefour.
-¿Me vas a poner los boquerones como yo quiero, sin cabeza y sin tripas? -le preguntó al pescadero.
-Mire, señora... es que hay mucha cola... y ahora justo pues no puedo.
-Mira tú, yo tengo dos cánceres y me han dado un tratamiento que me provoca toxicidad neorológica periférica así que no puedo tocar cosas frías. O me preparas los boquerones como yo te digo o no me los llevo.
Ni que decir tiene que se los preparó, y que en realidad los que estaban en la cola esperaron calladitos sin replicar una palabra. Al contrario, alguno se acercó a mi madre para transmitirle sus sentimientos positivos, y que estaba alegre de que le pusieran los boquerones como ella quería.
Además, mi madre, con todo lo directa y seca que solía ser, se hacía en seguida con la gente. Por ejemplo, conocía a todos los empleados del carrefour por su nombre, preguntaba por ellos cuando no los veía, y todos le daban un trato preferencial, hasta el punto de que hasta el acordeonista -al que ella ordenadamente daba 50 céntimos cada día- se echó a llorar el otro día cuando le comuniqué la defunción.
Si algún aspecto positivo ha tenido esta enfermedad fue constatar la cantidad de gente que quería a mi madre. Como si amiga Helenita ya mencionada, que en cuanto pillaba un día libre se iba a pasarlo con ella, y le traía comida, y se la llevaba a pasar un rato. O su compañera Ana María, que aparecía sin previo aviso antes de las pruebas y le llevaba regalitos variados. O su hermano Julio y su cuñada Maripili, que día tras día iban a caminar con ellos. O su otro hermano Nando, una bellísima persona con un carácter generoso que ya quisiera tener yo, que se desvivía por su hermana a la que quería
infinitamente, como paso a demostrar.
Estaba yo en la sala de espera cuando estaba en una de sus operaciones para el tratamiento de ytrio 90, cuando apareció el citado tío Nando y se sentó junto a mí.
-Oye, V***** -me dijo cuando le había informado de la situación-, vengo yo pensando que el problema son las metástasis en el hígado, ¿no? Lo del colon se habría operado si no hubiese sido por el hígado.
-Así es, Nando.
-¿Y si le dono yo de mi hígado?
-No, eso los médicos ni lo valoran porque las metástasis de su hígado son múltiples y diseminadas, es decir, que seguramente incluso aunque se hiciese el trasplante, que ya es una operación complicada en una persona tan enferma, seguramente este se volvería a invadir.
-Pero le daría algo de tiempo más.
-No se sabe, estamos hablando de una operación muy complicada que seguramente requeriría inmunosupresores. Y encima es que sería malo para ti.
-El hígado se regenera, ¿no?
-No exactamente, Nando. El hígado tiene dos lóbulos, lo que hacen en ese caso es quitar un lóbulo, y luego el que te queda se expande para funcionar por los dos, pero ya si te pasara cualquier cosa a ti, solo tendrías uno. Y te morirías.
-Ya. ¿Y qué?
"
Y qué". Lo dijo como si fuese algo sin importancia, como si fuese tan trivial como echar un euro en una máquina. Como “si es es mi destino, pues bien está”, pero menos pretencioso. "Y qué".
En fin, cerraré el artículo con otra anécdota más. Ocurrió que vino mi hermana con sus dos hijos a casa, y cuando se fue le quedaba poca gasolina y tenía que echarla en un polígono donde está la gasolinera barata pero que tiene fama de peligroso. En realidad hay otras gasolineras -más caras- y todos repostamos de noche sin que pase nada, pero mi madre inistió mucho en que la acompañáramos y nos volviésemos andando. ¿Y qué decir? Conocemos estas carreteras y estos caminos al milímetro.
Evidentemente mi madre no estaba saludable, pero para ella cinco kilómetros eran lo mismo que
nada. Fuimos de noche por la carretera como sabemos hacerlo, y luego por los caminos por los que yo suelo correr. No necesitamos ninguna luz porque había luna, y porque somos razonables exploradores nocturnos muy expertos en los asuntos de campo, tanto en ver como en no ser vistos. Pero como estaba enferma, necesitaba parar a mear cada dos por tres, así que en una de esas me manifestó su intención, se detuvo, se bajó los pantalones y las bragas, se puso de cuclillas y se alivió mientras yo miraba la luna. Se limpió, se levantó, se subió el pantalón, se puso a mi lado, miró la luna conmigo, y se dirigió a mí:
-Me encanta estar aquí contigo, hijo.
Por supuesto, a mí también me encantaba. Estábamos muy unidos.
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