He querido compartir esta historia un tanto personal con los lectores de este blog, pero en este caso tengan en cuenta que se va a tratar de una historia para mayores de edad que va a tener un rato de mal gusto, así que, aunque no creo que haya menores de edad por aquí, si los hay, quizá quieran marcharse.
Yo no sigo una gran tradición de reyes magos en mi vida. De hecho no hago prácticamente nada, pero sí hay algo que repito año tras año. En este caso simplemente hacemos un roscón casero que si bien no cumple mis estándares alimenticios, por lo menos está hecho con aceite de oliva en lugar de mantequilla. Suena a poca cosa, pero lo cierto es que es el único momento del año en el que tomo azúcar.
En esta circunstancia he hablado con mi madre, quien me ha contado una vez más cómo era el día de los reyes magos cuando ella era una niña, y he pensado que es una historia interesante que dejar aquí reflejada.
Pónganse en los años cincuenta y sesenta de un pueblo escondido de la España del franquismo. No voy a decir exactamente el nombre porque de todo esto igual hay más recuerdos y algunos rencores que desde luego no quiero alentar gracias a búsquedas en internet.
En este lugar mi abuelo era inspector del movimiento (ignoro si el cargo iba en mayúsculas). En el pasado ya he hablado de este antecesor mío que había combatido en la guerra civil y después en la segunda guerra mundial, en la división azul. Se trata de un hombre con tres medallas por asalto con bayoneta, así que se podrán imaginar que cuando uno coge este arma siente, por decirlo de alguna manera, que no es un cuchillo cualquiera.
No obstante esta no es una historia de guerra, o por lo menos no lo es directamente. Mi abuelo volvió sano de Rusia, y vivió durante años en este pueblo que he citado, oficiando no solo como inspector del movimiento, sino también como jefe de estudios del instituto y profesor de educación física y política. En verdad mi abuelo de alguna forma era más que eso, y promovió muchas iniciativas en ese pueblo que nadie iba a hacer en aquel periodo. Abrió una piscina municipal, una emisora de radio, un residencia para los estudiantes del instituto, y convenció a muchos campesinos de la zona para que escolarizaran a sus hijos, y de hecho hay algún que otro nombre conocido entre sus alumnos. También se esforzó en que hubiera competiciones de gimnasia, a pesar de que apenas había equipamiento para ello, y formalizó un uniforme para los alumnos, motivando de esta forma que no hubiera diferencias entre los que eran más pobres y más ricos (o quizá menos pobres, vaya). Reconoceré algo, nunca he entendido bien a los falangistas convencidos como mi abuelo.
Entre las múltiples iniciativas promovidas por él estaba la cabalgata de reyes. Esta la organizaba con los chicos del instituto montando una parafernalia importante, aunque, eso sí, con los muy humildes recursos de esa época.
Ahí recepcionaban los regalos de todo el pueblo, y los envolvían en el mismo papel de estraza marrón, y finalmente los etiquetaban con la bella y peculiar letra de este señor, cursiva y alargada, de estas que toman su tiempo y para las que hoy en día no tenemos paciencia.
La norma era simple, la familia que quería recibir los regalos de esta forma tenía que incluir un regalo adicional para entregarlo a los niños que de otra forma no iban a recibir nada. Una vez más, cosas de este señor falangista.
La noche del cinco de enero se apagaban todas las luces del pueblo, y los niños aguardaban totalmente nerviosos. En esta negra oscuridad llegaba el emisario a pie con una antorcha a decir que ya llegaban los reyes magos. Como comprenderán, la ausencia de luz no pretendía dar ambiente, sino que más bien ocultaría los defectos propios a los pobres preparativos acordes a los recursos de una economía deprimida.
Poco después llegaban los reyes magos, a caballo. Obviamente en ese lugar no iban a ir en camellos, y para cargar con los regalos se utilizaba, como no podía ser de otra forma, un tractor. Entonces paraban frente al ayuntamiento (o un lugar similar, no tengo detalles) en cuyo palco estaban el alcalde y otras fuerzas vivas del pueblo... a los lados de mi abuelo.
Este, con no poca pompa, desplegaba un papel enrollado que obviamente había redactado él mismo y daba lectura de viva voz a su contenido, dando la bienvenida a los reyes magos. Y supongo que en realidad la magia estaba hecha. Toda la falta de recursos era obviamente suplida por la fuerza de voluntad y la imaginación humana. No creo que haga falta que explique a los lectores nada más para que lo entiendan.
El caso es que estaba disfrutando del mejor desayuno del año, escuchando esta historia de voz de mi madre, cuando me dijo: “Tú es que en esto tienes mucho de tu abuelo. Con esas parafernalias que montas para tus partidas de rol”. Y ahí me di cuenta de que la fuerza que sustenta mi imaginación puede no ser muy diferente que aquella con la que este antecesor mío coordinaba la mágica ilusión de esta celebración.
Y se reirán sus mercedes, pero mi abuelo era un apasionado convencido de los dioramas. Pude verle en cantidad de ocasiones pintando miniaturas de soldados de la segunda guerra mundial asaltando a edificios en ruinas. Tengo la sensación de que quizá le habría gustado pintar unos cuantos marines espaciales y frikitar con otros amigos en el foro de wargameros de turno.
Es, por supuesto, una mera especulación, pues quizá esta vertiente de su carácter imaginativa y creativa no tengan relación con la mía, pero en mi mente, cuando pienso en este antecesor mío visualizo a una persona que creía profundamente en sus principios, y aunque quizá no comparta muchos de ellos, me pregunto si yo en su lugar no habría acabado también luchando en alguna batalla, empapando mi bayoneta con sangre, o quizá su arma con mi propia sangre.
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