No eres lo que piensas que eres, no eres lo que quieres ser, ni siquiera eres lo que intentas ser; eres lo que haces. Es un pensamiento que ha estado conmigo desde muchos años atrás, cuando fui estudiante, fui portero de discoteca, y cuando fui muchas otras cosas.
No es una cuestión de oficios, ni es una cuestión de profesionalidad, es una cuestión de actuación, y es algo que por desgracia está ahí, tiene una estructura y no se puede evitar (o por lo menos yo no puedo) porque es una fuerza dura y constante a la que se puede vencer solo a ratos, y que está ahí empujando una y otra vez como las olas del mar. Y esa fuerza no tiene que estar en guardia, está ahí simplemente, y empuja una y otra vez hasta que perdemos la guardia y nos coloca en nuestro lugar, el lugar de las cosas que hacemos.
No es una cuestión de cómo se sobrevive. Quizá una persona tenga un trabajo en una organización religiosa y sea un ateo, y esto no significa que vaya a convertirse en religioso porque su trabajo le empuje a ello. Es un asunto de funciones. En este sentido quizá la persona en cuestión lo que busca por encima de todo es dar de comer a sus hijos y lo que es, entonces, es un padre de familia.
Pero aún así esa fuerza será una constante en su vida, y lo empujará en dirección a su función, y eso será lo que la persona sea, y de una forma u otra será responsable de las consecuencias que se deriven de sus acciones. Y para esas consecuencias quizá no importe que lo hiciera por amor, o por supervivencia, o por conseguir algo totalmente positivo.
La mente parece, en mi opinión, parte de un círculo vicioso en esta definición. Según nos vamos convirtiendo en lo que somos, menos podemos orientar nuestro esfuerzo pasivo a lo que no somos y va retroalimentando lo que somos, en esa trampa de fuerzas irresistibles y objetos inamovibles.
La mayoría buscamos distracciones que nos alejen de ese camino. Acciones activas o pasivas que nos lleven a ser más lo que queremos ser. En este sentido durante un rato dejamos de ser trabajadores, miembros de una élite rica del primer mundo, y nos convertimos simplemente en corredores, forofos del fútbol, bebedores o jugadores de rol. Quizá los jugadores de rol (aunque también los consumidores de ficción) incluso vayamos más lejos en este intento por no ser lo que somos, y buscamos otras experiencias que nos alejen de lo que no queremos ser.
Yo hace unos años era un escritor, y programaba videojuegos. Llegaba a un nivel de trabajo muy comprometido en ambos aspectos, hasta un nivel de trabajo casi crónico que me llevó, sin disgusto, a escribir al menos tres novelas al año, y a programar no menos videojuegos. Mi mente siempre pensaba en estos asuntos, hasta el punto de que si me sentaba, las idea fluían por sí solas.
Ahora cuando tengo un momento de descanso no pienso en historias, cualidades, juegos y funcionalidades. Mi mente, empujada por la fuerza de lo que soy me lleva a pensar en imprentas, tiendas, presupuestos, blogs, críticas, jornadas, transportistas, impuestos, redes sociales y relaciones. Entonces, ¿qué es lo que yo soy?
Y aún más: veo textos que creo que son inspirados, como la novela que escribí a todo gas, capítulo tras capítulo, día tras día sin descanso, o la primera página del juego de rol, o la última, o el texto que inspiró a Guthor a hacer un vídeo antes del crowdfunding, y me pregunto: ¿habré abandonado para siempre la senda de la creatividad? ¿Se habrá convertido mi mente en un ente rígido sin capacidad para volver a aprender?
¿Acaso es el fracaso parte de la fuerza de empuje? ¿Dónde están las espadas que permitan alcanzar algo parecido a una victoria? ¿Soy bastante fuerte para encontrar una respuesta y luchar por mantenerla?
Soy lo que hago.
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