Hermanos Juramentados de la Espada Negra
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Kaitif shalai gize (FB III)
14-12-2016 00:09
Nota de la autora: Esta historia es un flashback (FB) de mi personaje, ocurre 10 años antes de la partida de Nased.

Las dunas danzaban de noche. En la clara oscuridad, con la luna creciente en lo alto, se podía apreciar con facilidad. Su paso era lento, uniforme, sólo perceptible para aquellos que sabían esperar. El mar de arena reflejaba el brillo plateado del sagrado astro, y mostraba las fantasmagóricas estelas del polvo arrastrado por una brisa moderada, rayana en la molestia para el grupo tribal que se agazapaba, acechante, en la oscuridad. No se movían, semienterrados en la arena, fundiéndose con la escasa vegetación. Sólo las dunas se movían, silenciosas, a su alrededor.

Faruq estaba entre ellos. Junto a su viejo amigo, Kiba, era el más joven del grupo. Seguían en edad (y con distancia) a Maboq, y a la líder del grupo, Dumah. Era de las pocas mujeres de las tribus dedicadas a la caza y al combate. Un camino que sólo unas pocas elegían, bien porque habían fallado en su zueban zehir, bien porque habían perdido a su pareja o familia, o sencillamente porque lo habían elegido así. El motivo de Dumah, Faruq lo desconocía. Pero no por ello confiaba menos en su mentora a la hora de dejarse guiar por ella durante las expediciones.

Desde que su padre decidió dedicarse a servir a Nadruneb a tiempo completo, Dumah se había encargado a enseñar a Faruq, igual que a otros chicos de su edad, entre los que estaban Kiba y Gauda. Si bien esta última no les acompañaba aquella noche. La muerte de Bakr la había dejado desamparada a ojos de la tribu, sólo la experimentada exploradora había tenido el detalle de ofrecerle una alternativa de vida en la tribu por la que hacerse valer. Una que Gauda no acababa de aceptar del todo, y que afectaba notablemente a su nivel de aprendizaje respecto a sus compañeros, lo que a su vez la frustraba y deprimía más.

Faruq lo sentía por ella, y al mismo tiempo comprendía la decisión de Dumah. Gauda aún no era capaz de enfrentarse a la áspera noche desértica, ni tenía resistencia suficiente como para aguantar tanto tiempo la carrera tras las huellas de herraduras de caballo, o pasar largas horas tirada, arrastrándose, haciéndose una con la arena...

El grupo al que habían seguido durante más de día y medio, era una pequeña caravana Harrassiana que bordeaba el territorio civilizado por el norte. Se habían mantenido a bastante distancia por un tiempo. Y no fue hasta que la caravana empezó a alejarse de las "seguras" inmediaciones del X puesto avanzado, que Dumah dio la orden de empezar a acortar las distancias con ellos, usando atajos y corriendo sin descanso bajo el sol descendente de la tarde (que no por ello menos abrasador).
La comitiva que perseguían estaba formada por cuatro camellos y ocho personas, de las cuales tres eran carsijs, montando sus respectivos caballos y llevando armas y armaduras. Habían también dos mujeres, un joven y otros dos hombres. Uno de ellos llevaba un cuchillo decorado con joyas al cinto; por lo demás el grupo parecía ser una familia de civiles. Comerciantes, tal vez. Poco importaba.

La noche se cernió sobre ellos cuando acamparon. Mientras sus ignorantes víctimas cenaban algún tipo de rancho de olor especialmente delicioso, Faruq y su grupo llevaban un par de horas posicionados, tan cerca que podían escuchar perfectamente cómo conversaban, despreocupadamente entre ellos, aunque no entendieran ni una palabra de lo que decían. El olor de la comida les revolvía las tripas y les hacía pasarse la lengua por los labios polvorientos y resecos. Apenas habían bebido agua en todo el día, unas costumbre que Dumah sólo les dejaba consumar durante las expediciones cuando era absolutamente necesario, bajo un horario estricto y como recompensa por conseguir sus objetivos. La sed era una buena manera de focalizar sus sentidos, o eso solía decir. Faruq tenía que admitir que la perspectiva de poder echar un trago a los odres de agua tras acabar el asalto podía llegar a cegarle más de lo que le gustaría admitir.

Dumah no había movido un músculo durante toda la guardia, y ninguno de los tres chicos se había atrevido a hacer lo contrario. Los castigos a base de varazos y la privación de agua les habían enseñado que, si Dumah no decía lo contrario, nadie podía mover un músculo. Quietos, como rocas, siguieron esperando. A ratos incluso preguntándose si su líder seguía despierta, o incluso viva, ya que ella tenía la habilidad de que a duras penas se la escuchara respirar.
La familia se echó a dormir después de la cena, dispuestos a recuperar fuerzas para el día siguiente.

Entonces los tres carsij hicieron algo que Faruq no se esperaba: se sentaron alrededor del fuego. ¿No iban a turnarse para hacer guardia? No, no lo parecía. Los tres parecieron compartir algo, cambiándolo varias veces de manos, entre susurros, llevándoselo a la nariz para olero; y uno terminó por sacar una pipa, escondida bajo las ropas de su armadura. Echaron lo que fuera que intercambiaban con tanto fervor dentro de la misma, la prendieron y empezaron a fumar.
Faruq parpadeó, perplejo. En la tribu, los sabios fumaban para encontrar la sabiduría de la diosa, nadie más que ellos tenían potestad para hacerlo. Sin embargo, los hombres de harrassia parecían hacerlo impunemente, como algo habitual. No comprendía por qué: el tabaco olía mal, sabía peor, y su humo era incómodo de soportar. En resumen: asqueroso.
Nunca entendería a los harrassianos.

Algo sí atrajo su atención, sin embargo. Y fue el leve tono azulado que parecía ascender en el humo que salía de aquella pipa, un matiz que ni el color anaranjado de la hoguera parecía poder disimular. El primer carsij le dio una calada, esbozó una sonrisa extraña, y le pasó la pipa al siguiente. Así una, dos, tres rondas. Cuanto más aspiraban aquel humo fantasmagórico, más parecían disfrutarlo, más relajados parecían y más satisfacción demostraban sus caras,
Faruq no lo comprendía: ¿qué tenía aquella pipa que les otorgaba tanta... felicidad?

Dumah alzó silenciosamente el puño en la oscuridad. Faruq se esforzó en concentrarse en la misión. Por el rabillo del ojo, vio como Maboq y Kibah se levantaban muy despacio, dejando que la arena se deslizara sin hacer más ruido que la brisa sobre sus espaldas, desenterrando sus cuerpos, sus piernas y sus armas. Maboq se agazapó, y se escurrió como una serpiente, aprovechando las largas sombras que arrojaban los camellos tumbados alrededor la hoguera. Kiba, por su parte, sacó el arco y el carcaj de la arena, y se movió lo justo para encontrar un ángulo de tiro despejado, sin acercarse demasiado al grupo.
Dumah fue la siguiente en levantarse, seguida de Faruq, lanzas en mano. Ambos gatearon como felinos entre las sombras, igual que Maboq, flanqueando el lado opuesto. Al acercarse al camello, Dumah usó su encanto único e inexplicable para evitar que el animal hiciera ruido alguno. Le posó la mano en el cuello, y éste simplemente se quedó impasible ante su presencia. Faruq observó el gesto, maravillado y nervioso. La conversación entre los harrassianos se oía más alta, pero al mismo tiempo arrastraban más las palabras al hablar, haciéndolas sonar somnolientas. No parecían haberse percatado de su presencia en absoluto.

Dumah entonces hizo otra señal, por encima de la joroba del camello, y la secuencia de acciones ocurrió muy deprisa:

Kibah disparó con su arco, tres flechas seguidas. La primera se clavó con increíble precisión en el cuello del carsij que en ese momento fumaba de la pipa, atravesándolo y haciendo que una voluta de humo surgiera de la herida al mismo tiempo que la sangre. Cayó al suelo con un estertor líquido, y murió ahogándose con su propia sangre.
La segunda flecha penetró a través del ojo del segundo carsij, antes de que sus lentos reflejos pudieran reaccionar a tiempo. Cayó al suelo gritando, con la flecha clavada en la cuenca, que rezumó líquido blanco antes de que el rojo de la sangre tomara el relevo.
El tercero logró reaccionar, y rodar hacia el camello, buscando cobertura y dejando que la flecha destinada a su calavera se clavara en la hombrea de su armadura, sin llegar a hacerle daño.

Los gritos del carsij herido despertaron a la familia dormida. Al ver la escena, el hombre del cuchillo intentó sacarlo de su funda, torpe y nervioso. Con un crujido desagradable, la lanza de Maboq lo atravesó desde atrás, haciendo asomar la punta ensangrentada por el centro de su pecho. El hombre se encorvó hacia atrás, agitó espasmódicamente los dedos de las manos aguantando la respiración... Y cayó hacia delante como una piedra en la arena, tiñéndola de rojo bajo su peso.


Los gritos de las mujeres y del chico más joven espantaron a los caballos y agitaron a los camellos, los cuales se levantaron, desvelando la posición de Dumah, Faruq y el tercer carsij. El soldado reaccionó al verlos, sacando su espada y rodeando al camello para ir a su encuentro. Dumah hizo girar su lanza, al igual que Faruq. Entre los tres empezaron a intercambiar golpes en un baile feroz y poco coordinado. El soldado luchaba con maestría, parando y blandiendo su acero contra ellos. Si bien Faruq tuvo la impresión de que el hombre no se eaforzaba demasiado en evitar los golpes de las lanzas. Dejaba que la armadura hiciera su trabajo, y si de casualidad recibía una herida o rasguño, se recomponía en seguida, como si fuera inmune al dolor.

El carsij cargó contra Dumah, haciéndola recular. La mujer se agachó para esquivar un golpe, y aprovechó para tirarle un puñado de arena en los ojos. El soldado maldijo en harrassiano. Y Faruq aprovechó para colar la punta de su lanza en el hueco que la armadura mostraba a la altura de la axila derecha. El hombre protestó, más de rabia que de dolor, he hizo amago de lanzar una última estocada contra su atacante, pero fue incapaz de levantar el brazo con el que sostenía la espada. Faruq soltó la lanxa de su carne, y con un giro diestro golpeó su mano con el mango de la lanza para hacerle soltar la espada.
Dumah, acto seguido, le propinó una patada el estómago para derribarlo hacia atrás. Acto seguido se subió sobre él casi a horcajas, y sin miramientos, le atravesó con la lanza el corazón. Faruq observó cómo la vida del soldado se apagaba poco a poco.

Se reunieron con Maboq, quien había conseguido mantener a la familia sometida a punta de lanza, arrodillados con las manos en alto. Las mujeres lloraban, el chico temblaba con el gesto ausente clavado en el civil muerto; y el último hombre no paraba de parlotear en voz baja con palabras ininteligibles.

— ¿Algún herido? —. La voz de Dumah era como agitar un puñado de tierra en un cesto de mimbre.
No pareció haber respuesta. No obstante, Faruq vio fortuitamente un movimiento a sus espaldas, reflejado en la sombra que el fuego arrojaba sobre el suelo. Se giró, interponiendo la lanza en el camino, sujetándola con una sola mano. Aquello evitó que el filo del arma le rajase entero, pero no fue suficiente como para parar el golpe, de modo que el acero mordió la piel de su hombro izquierdo. Faruq gimió de dolor con las mandíbulas apretadas. Por fin pudo centrar la mirada en su atacante: el carsij con una flecha en el ojo. El hombre se había levantado, ignorando deliberadamente el dolor, para asaltarle por la espalda. Gruñía como un animal, su cara desfigurada por la rabia, la herida y la sangre.
Un zumbido, y una nueva flecha se clavó en su espalda. Otro proyectil le hirió en una pierna, haciéndole caer al suelo y dejar de presionar contra Faruq. Éste reaccionó rápido, y le clavó la lanza en el pechó, presionándola mientras su cuerpo se agitaba, en su último intento de enfrentarse a la muerte. Hasta que perdió la batalla, quedándose quieto, con la mirada de su único ojo perdida en el infinito.

— Pues sí hay un herido, al parecer — la voz divertida de Kiba rompió el silencio, mirando burlonamente a su compañero. — Lebn koib, amigo. Esto compesa la que te debía de la semana pasada.
— Que te lo has creído — rezongó Faruq de mala gana, llevándose la mano al hombro herido. — Esto no compensa nada, sólo me ha hecho un rasguño...
— ¡Silencio! — Dumah se impuso con un ruido, y le apartó a Faruq la mano de un manotazo para que no se tocara la herida. Luego les lanzó una mirada reprobatiba a lls más jóvenes. — Esto no es un juego. No podemos perder el tiempo con tonterías. Maboq... — Se giró hacia el susodicho, y señaló a la familia antes de hacer un gesto, ordenando su ejecución. Maboq alzó la lanza dispuesto a obedecer, dibujando el terror más absoluto en la cara de las mujeres y el muchacho.
— ¡Espera! — Faruq dio un paso al frente, extendiendo el brazo para detenerle. El gesto le arrancó un quejido de dolor. Todos se le quedaron mirando, incluso los harrassianos. — Los otros iban armados, pero ellos no tienen por qué morir.
— No quiero prisioneros. — Dumah habló con una neutralidad pasmosa.
— No tienen que serlo. Deja que al menos conserven la vida, ya vamos a quitarles todo lo demás...
— Si hay patrullas cerca podrían dar la alarma... — terció Kiba, aún sabiendo que iba a ganarse la desaprobación de su compañero.
— No hemos visto a nadie en todo el día. Para cuando quieran llegar a Harrassia, nosotros estaremos muy lejos —. Faruq se estaba esforzando en sonar convincente. Ya habían vertido suficiente sangre esa noche, ¿de verdad hacía falta más?
— ¿Estás dispuesto a eso Faruq? — preguntó Dumah de repente. El interpelado la miró, algo confuso. — ¿Prefieres que vuelvan a sus hogares a través del desierto, a matarlos aquí y ahora? — Faruq tuvo la amarga impresión de que Dumah estaba acorralándole, pero aún así, asintió. — Muy bien —. Dumah asintió también. Y le dio la orden a Maboq.
— ¡No-AGH! — Faruq quiso dar un paso al frente en cuanto lo vio venir. Pero Dumah le agarró por el hombro herido, incrustándole los dedos engarfiados hasta hacerle sangrar. El joven hincó una rodilla en la arena, sometido por el dolor, y fue testigo de cómo la impasible lanza de Maboq ejecutaba la orden de su líder, primero con una mujer, luego con la otra... El joven muchacho salió corriendo, presa del pánico y la desesperación. Mas no tardó en caer, abatido por las flechas de Kiba.

Lebn ab‘elmut — dijo Dumah. Maboq y Kiba corearon sus palabras, honrando así las muertes de aquella carnicería. Dumah, entonces, soltó el hombro herido del ahora hundido Faruq, y le cogió del largo cabello oscuro para obligarle a levantar la mirada, enrojecida por la rabia y la impotencia. El joven clavó sus irises verdosos en Dumah, sin ocultar su desdén. Mas la veterana mujer no pareció verse afectada por ello. — La próxima vez que quieras mostrar clemencia, piensa más en tu víctima y menos en ti mismo.
— Tú los has matado... — masculló él entre dientes.
— De una forma digna y rápida. Tú pretendías condenarlos a morir lenta y agónicamente a merced del desierto, a sabiendas de que no tenían ninguna oportunidad.
— Tú eso no puedes saberlo...
— Sí que lo sé. Y tú también. Te niegas a aceptar la realidad sólo porque es cruel —. El gesto de Dumah cambió, así como su agarre sobre los cabellos de Faruq. Le soltó y le peinó los oscuros mechones sucios por el polvo, la sangre y el sudor; adoptando incluso un aire maternal. — Cada vez que tomes una decisión en esta vida, debes pensar en lo que es verdaderamente justo y correcto, no en lo que te hace sentir bien contigo mismo —. La mujer ayudó, o más bien obligó a Faruq a levantarse del suelo. — Y ahora apagad el fuego, coged a los animales y todo lo que sea útil. Mejor será darnos prisa para que te miren esa herida cuanto antes.

Kiba arrancó un trozo de tela de uno de los vestidos de las mujeres, y con ella le hizo un vendaje improvisado a Faruq en el hombro. Al menos así no se desangraría por el camino. Ninguno de los dos amigos se miraron o hablaron durante el proceso, Kiba no sabía que decir, y Faruq no tenía ánimos para hablar. Dumah daba alguna que otra orden, y Maboq... Bueno, Maboq nunca hablaba.
Empezaron a cargar los caballos y los camellos con lo que vieron útil o valioso, incluyendo las armas y las armaduras de los carsij. Al aproximarse a ellos para desvestirlos, Faruq percibió un olor intenso y quemado que le hizo arrugar el gesto. Al buscar el origen del olor, descubrió la pipa que tanto había llamado su atención antes del ataque. Estaba en la arena, aún echando un leve rastro del humo azulado, allí donde el soldado la había dejado caer tras morir.

Faruq la cogió con cuidado entre los dedos, observándola con una mezcla de curiosidad, asco y respeto. Aquel humo tenía un poder hipnótico, eso era verdad

— ¿Qué has encontrado? — preguntó entonces Kiba, acercándose a él por la espalda.
— No estoy seguro... —. Faruq seguía observando la pipa con fijación. Y finalmente la cogió, llevándose la larga y fina boquilla a los labios.
— ¿Qué vas a...? —. Kiba no llegó a terminar de formular la pregunta, porque Faruq aspiró el contenido de la pipa. — ¿¿Estás loco?? ¡Faruq! —. Las palabras de Kiba se distorsionaron en su cabeza, que se vio de pronto intoxicada por el penetrante olor de aquel humo. Faruq tosió al atragantarse con el humo áspero. Acto seguido dio varios pasos hacia atrás, moviéndose con torpeza, agitando la cabeza como si eso fuera a librarle de la mareante sensación que le embargó.

Kiba gritó algo más, pero no le entendió. Faruq perdió el equilibrio y cayó sobre la arena. La visión del mundo se tornó inusitadamente borrosa, y todo pareció dar vueltas sin control a su alrededor a medida que su conciencia se quedaba pendiendo de un hilo. Una figura negra y alargada serpenteó ante su mirada, rompiendo el contorno de las figuras borrosas y las estrellas difusas en el cielo. La figura alzó la cabeza, Faruq reconoció los ojos de la cobra negra, que reptaba hacia él, que le envolvía y le engullía; al tiempo que perdía definitivamente el sentido. No obstante, por dentro tuvo la sensación extraña de que nada malo iba a pasar, de que todo estaba bien.

De que todo estaba... ¿en paz?