Hermanos Juramentados de la Espada Negra
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Hija de la desdicha - I: Monstruos
8-12-2016 00:15
Por Favnia
Nota de la autora: Este capítulo pertenece una serie de relatos que cuentan la historia de mi personaje, Laila. Por el momento, se centran en el pasado, aunque ya veremos hasta dónde avanzan. El capítulo anterior está disponible aquí.



I: Monstruos.



El sol brillaba en lo más alto de un cielo despejado y azul. Como pinceladas hechas de rayos en un inmenso lienzo de arena, las sombras femeninas se entremezclaban con las de muros y tejados sobresalientes. Y, como protagonista de aquel cuadro de sol y dunas, la negra figura de Raamik, cuyo modelo de carne y hueso observaba cada escena desde su elevada posición, se alargaba sobre todas las demás.
La mayoría de aquellas furias no temían al acero, la sangre, o la muerte. Muchas, ni si quiera temían al fuego, al hambre o a la enfermedad. Pero, como si de niños harrasianos con los cuentos de sus abuelas, todas temían algo tan inofensivo e insignificante como una sombra: la sombra del guardián.
Era el recuerdo intangible pero omnipresente de su cruda y desdichada realidad: sus vidas no les pertenecían a ellas, sino a su señor. La vívida prueba de la vigilancia a la que estaban sometidas, y el constante recordatorio de lo que nunca jamás tendrían: libertad. Él habitaba ese mundo más allá de los muros y, a la par, custodiaba lo que había dentro de los mismos. Ellas, eran suyas. Nacieron siéndolo, y morirían sin dejar de serlo.


Y así, entre satisfecho y, a la vez, aburrido por su cómoda pero repetitiva rutina, Raamik observaba su pequeño trozo de mundo con suficiencia. Sus ojos negruzcos y casi inhumanos no perdían detalle de nada, recorriendo cada rincón de su parcela de adiestramiento.
A veces, ocurrían cosas fuera de lo normal. Pocas veces, claro, puesto que, tratándose de furias, casi cualquier eventualidad podía ser normal...


— ¡Yo la vi primero, es para mí! —Exclamó una voz, que destacó entre el griterío habitual.
— ¡Pues tendrás que quitársela a mi cadáver, porque es mía! —Chilló otra.
Al parecer, por lo que Raamik podía percibir desde arriba -y, para algo tan recurrente e irrelevante como aquello, no iba a molestarse en asistir a la escena desde abajo- el objeto de discusión no era otro que un collar de piedras. La originalidad estaba en que estas, aunque escasas y diminutas, eran semipreciosas, dotando a la joya de un valor nimio para alguien como él, pero mucho mayor de lo normal para las furias.
No le hacía falta indagar en absoluto para saber a quien podría haber recompensado un cliente demasiado generoso con esa singularidad. Y aún así, enseguida una tercera voz se encargó de confirmárselo:
— De eso nada, si las cosas de Naep-This pertenencen a alguien, es a mí. —Dijo una voz más veterana que las anteriores.— Soy yo quién se encarga de recordarle a esa asquerosa mestiza que es inferior a todas nosotras.
— Y… ¿Qué tal si lo rompéis y os repartís las piedras? —De rodillas, escupiendo arena moteada en sangre, la poseedora del objeto de la discordia intervino como si la cosa no le afectase demasiado.— Total, yo no lo quiero…
— ¡Cierra la maldita boca, engreída y sucia inmundicia!


El grito posterior, hizo pensar al esclavista que, tal vez solo tal vez, debería intervenir. No tanto porque no fuese bueno dejar que ellas se desmadrasen tan a menudo, como por el temor a que dañasen irreversíblemente a una de sus mejores fuentes de ingresos. La mestiza debía de seguir resultando atractiva. Su belleza no debía estropearse en lo más mínimo, o al menos, no mientras fuese rentable.
Apenas tenía doce años, sí, pero ya le había dado más dinero que las otras tres juntas, y eso que eran algo más mayores.
Desganado, se dispuso entonces a abandonar su privilegiada posición cuando, de repente, sí que ocurrió algo fuera de lo habitual...
— ¡Dejadla! —Imperó una voz algo más tosca.— ¿O vais a venir las tres a por mí? —La mayor de las tres pareció planteárselo, pero al final, todas dejaron de lado a la joven del suelo, alejándose.— ¡Eso es, id a demostrar vuestra superioridad consiguiendo vuestras propias joyas, porque con la lanza no lo lograréis en la vida!
Sekhmet era, seguramente, la furia más fea de aquel lugar. Y, probablemente, del mundo, aunque esa afirmación era demasiado pretenciosa y rotunda como para asegurarla.
De niña, se había quemado el lado derecho de la cara, perdiendo incluso un trozo de nariz.
Probablemente habría sido sacrificada, de no ser porque, a muy temprana edad, ya era una combatiente letal.
Tanto, que compensaba la imposibilidad de ser vendida como objeto sexual con una notable rentabilidad en las arenas de combate.
Quizá por eso, con los años se había vuelto bastante corpulenta, tanto, que la adolescencia, lejos de definir sus atributos de mujer, había quedado eclipsada por el duro entrenamiento consistente en luchar por su vida, disminuyendo notoriamente cualquier rastro de feminidad en ella.
Antes, las otras furias se burlaban de Sekhmet por su aspecto.
Pero con el tiempo, habían aprendido a recelar de ella por su brutalidad.
En cualquiera de los dos casos, estaba bastante sola.
Aunque en aquel momento, estaba acompañada por la que era, literalmente, su polo opuesto: Naeph-This.
— ¿Estás bien? —Preguntó, ofreciéndole una mano.
La muchacha asintió, aceptando la ayuda y poniéndose en pie.
— Gracias… —Murmuró, tendiéndole entonces el codiciado collar.— Toma…
— No lo he hecho por eso. —Espetó Sekhmet casi ofendida.
— Lo sé. Solo es… —Se encogió de hombros, esbozando una sonrisa que, pese a la herida de su labio, resultaba irremediablemente bonita.— ...un regalo.
La otra furia carraspeó, entre incómoda y sorprendida: ella no solía recibir joyas, ni regalos de ningún tipo. Pero finalmente, aceptó el collar.— Gracias.


Entre las muchas posibilidades, la más esperable, habría sido que Sekhmet hubiese odiado a Naeph-This, por la misma razón que el resto lo hacían: envidia ante su belleza. Resultaba irónico que justo la que más razones tendría para tenerle manía, fuese quien le había ayudado. Pero Naeph-This, aunque bella, no dejaba de ser una sucia mestiza. Y ambas, tan dispares, compartían algo muy similar: el rechazo del resto. Eso había dado lugar a aquella peculiar alianza, pues al final, los monstruos, siempre se atraían entre sí. Y la creencia de que la monstruosidad estaba ligada a la fealdad, se trataba de un equívoco en aquel caso: a veces, bastaba solo con ser diferente para ser un monstruo.


Desde las alturas, Raamik sonrió ante aquel curioso desenlace de los acontecimientos, frotándose el prominente mentón con índice y pulgar:
“Interesante”, pensó, mientras su mente comenzaba a trabajar en cómo sacar provecho de aquella excepcionalidad, “rentablemente interesante”.
Re: Hija de la desdicha - I: Monstruos
8-12-2016 04:49
Por Favnia