Hermanos Juramentados de la Espada Negra
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Lebn ab´elmut (FB I)
7-12-2016 03:29
Nota de la autora: Este minirrelato es un flashback, es decir, un trozo del pasado del personaje, 22 años antes de la trama de la partida.

El joven Faruq que apenas contaba con seis veranos a sus espaldas meció las piernas adelante y atrás con impaciencia, sentado en lo alto de la pila de cestas de mimbre trenzado. Tenía hambre, no le habían dado nada de cenar en toda la noche. Pero, sobre todo, tenía sueño. Nunca antes había echado de menos los cojines de suave piel cosidos a manos por su madre, ni poder tumbarse en su cómoda cama para descansar. Ya era noche cerraba, y la brisa fría propia del desierto removía la arena y el polvo con sutileza. Se arrebujó bajo la fina piel que le cubría los hombros, y maldijo a las viejas que no le dejaban entrar en su tienda.

Desde que su madre había empezado a gritar y a quejarse por la mañana, Faruq sólo había podido rondar fuera de su hogar como un perro olvidado, esperando para ver si alguien le prestaba atención. En las dos ocasiones que había intentado asomar la nariz se había llevado una reprimenda de las dos matronas, y un sopapo de su padre que había esquivado de milagro.
Con la lección aprendida, había pasado el día jugando con Bakr y los demás. Aquel día se habían ido a explorar las cuevas de la montaña, y finalmente habían terminado dándose un baño clandestino en los pozos de agua hasta que los guardianes les echaron. Con la caída de la noche, los demás niños se habían ido a dormir, y Faruq se había quedado sólo a merced del aburrimiento.

En aquel momento reinaba la calma fuera de la tienda. Y a juzgar por la falta de voces y gritos de su madre, también dentro. No acababa de comprender qué le había pasado, ni por qué no le dejaban entrar todavía. Pero sí que, lo que fuera, tenía que ver con "el bebé". Desde que su madre había empezado a hablar del "bebé" su tripa se había vuelto cada vez más gorda, y había acaparado casi toda su atención. Todo el mundo hablaba con ella, todo el mundo le daba regalos, aunque Faruq había oído decir a la tía de Gauda que ya estaba mayor para otro bebé.

En ese momento la tienda se abrió, y las dos parteras salieron con pesambre en la mirada. Faruq bajó de un salto, aterrizando con los pies descalzos en la suave arena. Se aproximó a ellas al trote, pero se detuvo a una distancia prudencial, por si volvían a volar los tortazos indeseados. No obstante, ninguna de las dos pareció reparar en su presencia. Se miraron y hablaron en susurros, acompañados del tintineo de las innumerables cuentas y los cuantiosos collares de huesos que les doblaban el cuello y la espalda bajo el peso.

— Pobre Lahad — dijo una, negando pesarosamente con la cabeza.
— Es lo que ha de ser. Lebn ab´elmut, vida y muerte. Es la voluntad de la Diosa. — Contestó la otra en tono solemne.

Faruq estuvo tentado de preguntar de qué hablaban y por qué estaban tan tristes. Pero consideró más inteligente no abrir la boca. Las vio alejarse y detenerse ante cada curioso que se acercaba al lugar, dándole el alto y negando con la cabeza. Al parecer tampoco les iban a dejar pasar. Faruq sonrió, satisfecho por haber pasado desapercibido y poder finalmente volver a su tienda. Pero antes de siquiera alargar la mano para retirar la tela, su padre hizo acto se presencia. El niño se quedó lívido y tragó saliva, esperándose un golpe o una reprimenda tras haber sido pillado in fraganti. Empero, Lahad pasó junto a él como si fuera un fantasma.
Aliviado, Faruq suspiró. Aunque una parte de sí mismo se sintió indignado porque todo el mundo siguiera haciendo como si no existiera.

Siguió los pasos de su padre, quien abandonó la luz y el calor del fuego que ardía frente a la tienda, y se internó en la oscuridad dejando un rastro de huellas tras de sí. Faruq tuvo algo de miedo por un momento, pues siempre le habían dicho que nunca debía abandonar la luz del fuego en la oscuridad, o se lo tragaría el desierto. Miró a su progenitor con cierta ansiedad, espoleado por dicha idea. Hasta el punto en que alargó todo lo que pudo sus zancadas y le alcanzó. Con una mano tiró de las pieles de su cintura, llamando por fin su atención.
Lahad se detuvo, sin mirarle, y tras varios segundos estático, se dejó caer de rodillas sobre la arena. Faruq le observó, y vio su expresión perdida y su rostro, normalmente serio y severo, completamente descompuesto en una mueca que no supo identificar. Llegó incluso a dudar de si su padre era realmente su padre.

Entonces se dio cuenta de lo que Lahad llevaba en brazos. Envuelto en suaves pieles, algo se removió y gimoteó en la oscuridad. Faruq asomó la cabeza con cierta cautela, y dejó que la luz de la luna y las estrellas iluminaran el rostro de su hermano, "el bebé". Arrugó el rostro: era feo y achatado, aún tenía manchas de sangre y era demasiado pequeño. Parecía un cachorro de hiena.

— ¿Cómo se llama, padre? — preguntó. Lahad parpadeó, como despertándose, y giró su expresión rota hacia su primogénito.
— ... — Apretó los labios, tragó saliva. Pronunciar el nombre le costó más de lo que podía describir. — Umar.
— Umar —. Faruq lo repitió en voz alta para no olvidarlo. Se sentó entonces en el suelo, cruzando las piernas sobre la fría arena. — A mamá le gusta ese nombre, ¿verdad?
— Sí... — El nudo en la garganta de Lahad se hizo tan pesado que por un momento pensó que se atragantaría con él.
Faruq se acurrucó entonces junto a su padre, buscando el contacto de su cuerpo para calentarse, y murmuró, con la mirada fija en las estrellas: — Seguro que se pondrá contenta. Se sentirá mejor cuando se lo digas —. Lahad se limitó a asentir, sin decir nada más.

El sueño se apoderó pronto de Faruq, que entró en un estado de duermevela. No fue consciente de la escena que sucedió detrás, en la distancia: Una fila de hombres entró en la tienda entonando cánticos, ataviados y pintados de blanco; para salir minutos después, cargando con un cuerpo envuelto en telas manchadas de sangre. Como tampoco lo fue de las lágrimas que su padre derramó en silencio, incapaz de apartar la vista de las lejanas, lejanas estrellas.